Por Gonzalo Robles Fantini
Al comentar este filme político, es imposible soslayar que fue estrenado en 1994, en plena época de Transición a la democracia, más aun, tomando en cuenta que la película sostiene una crítica directa al concepto de reconciliación, que fue empleado por los primeros gobiernos concertacionistas y, décadas después, ha sido cuestionado por intelectuales y artistas. Si bien en un estilo de cine muy distinto, resulta ilustrativo ver, para estos fines, la cinta “No” (2012), de Pablo Larraín, en que postula el revés, que con los años se constataría, del triunfo del Plebiscito de 1988.
Pero “Amnesia” fue estrenada a cuatro años del retorno a la democracia y la crítica especializada de entonces rechazaba todo tipo de cine político, argumentando razones estéticas. Los especialistas eran, principalmente, provenientes de medios de comunicación conservadores.
Sobre el filme mismo, con los años que otorgan perspectiva, considero que es una obra potente, muy expresiva, cuyas virtudes se presentan en diferentes talentos de la producción, que funcionan con armónica efectividad: el guión, del propio Gonzalo Justiniano y del escritor Gustavo Frías; las soberbias actuaciones (Jung y Pedro Vicuña sobresalen, pero también hay otros valores que serán mencionados); la acertada fotografía de Hans Burmann, que es coherente en la estética con el talante narrativo de la película; la música, a cargo de Miguel Miranda y José Miguel Tobar, que colabora con la caracterización de ambientes, y la dirección de Justiniano, que le imprime la emoción, el sentido último y el temple que la caracteriza.
El filme inicia con un plano de un pescado sobre un mostrador, en que destacan los ojos completamente abiertos de esta corvina, y luego la cámara gira para enfocar a Ramírez y su pareja, que van de compras al mercado del puerto, con el fin preparar la cena de aniversario. Desde un primer momento, Justiniano introduce los elementos visuales simbólicos que darán el sentido último de la obra, y que también funcionan como enlaces de sentido a lo largo de la trama.
Ramírez es un exsoldado, traumado por una experiencia fatídica en una campaña del Ejército en el desierto, años atrás. La cadencia fílmica nos muestra, desde los primeros minutos del rodaje, un talante reflexivo, plagado de señales de conflictos no resueltos. No por nada el primer giro de acción es, cuando la pareja viaja en trolley, que Ramírez abandona el bus al creer ver a Zúñiga caminando por las avenidas de la ciudad. Si bien para un chileno es natural reconocer el puerto de Valparaíso, nunca se menciona el nombre ni se hace referencia a él, así como tampoco al Desierto de Atacama, donde se escenifican los raccontos que constituyen el resto de la historia, ni siquiera el Ejército de Chile. La razón, además de una censura solapada de la época, creo que también responde a motivos estéticos.
Una vez en hogar de la pareja, ya Ramírez revisa un diario de vida que anticipa el pasado que develará la historia, junto a un breve flashback del Capitán Mandiola en el campamento La Ruta del Diablo en llamas, con la torre de vigilancia de fondo. Es significativo que Ramírez, luego de ver en un cajón del dormitorio un arma, coquetee con su mujer y salga, de noche, a comprar ajo para la cena de pescado.
Por cierto, esa infructuosa compra lo lleva a los pasajes donde creyó ver a Zúñiga. La señora que le da indicios del actual paradero de su antiguo amigo, a cambio de dinero, le regala un tallo de ajos deseándolo que se cuide. El encuentro entre el soldado Ramírez y el sargento Zúñiga, lleno de nostalgia (la música incidental es efectiva en estos matices), da pie para ahondar en el conflicto temático de la obra, y desplegar los raccontos en el desierto, donde se nos revelará, poco a poco, que el cruel Ramírez humilló y maltrató al joven soldado, e incluso lo obligó a cometer crímenes de lesa humanidad.
Lógico, pese a que no se entreguen referencias precisas, el contexto es la dictadura cívico- militar chilena, y la conversación de Ramírez y Zúñiga, ahora civiles, en un restaurante porteño aborda el tema de la reconciliación, desde el nombre ficticio de la amnesia, que el personaje del exsargento, magistralmente interpretado por Julio Jung, explica como forma de olvidar y perdonar, sin pedir disculpas, los errores del pasado. Y sin asumirlos, por cierto.
Las metáforas visuales también funcionan muy bien en los raccontos del campo de concentración del desierto, que se articula estéticamente como un espacio de tiempo indeterminado, con muy destacables actuaciones no sólo de Pedro Vicuña, sino también de José Secall, Myriam Palacios, Marcela Osorio, el español José Martín y, mérito excepcional, Nelson Villagra.
Tal como señala el diario digital El Mostrador, a propósito del estreno hace un año de “Cabros de mierda”, la más reciente entrega de Gonzalo Justiniano, la cual también fue fustigada por un sector de la crítica, la película “Amnesia” fue rechazada por el establishment concertacionista de la época, por el miedo que aún causaba Pinochet, que seguía como comandante en jefe.
Incluso lo llamó un alto funcionario de la época, cuando Edmundo Pérez Yoma era ministro de Defensa, para decirle que no se estrenara. “La película no aportaba a la unidad de la patria y planteaba el tema cívico- militar, que era muy delicado”, le dijeron. Justiniano lo mandó a la punta del cerro, y luego ganó en La Habana y Berlín. Ese filme lo consolidó. “Amnesia” es hoy un referente obligatorio para todo cinéfilo chileno.
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